Atracción Fatal
¿Qué tan poderoso puede llegar a ser el sexo? Estuve un año con un hombre que literal o formalmente no era mi pareja, lo único que nos aferraba era el deseo sexual que nos provocábamos. Un estímulo inevitable. Bastaba que nuestros cuerpos estuvieran a una cuarta de distancia para que empezáramos a sentir ganas y sed de acariciarnos desenfrenadamente y unirnos, aunque fuera por unos minutos.
Nunca dije ni conté a mis padres que estaba saliendo o que tenía algo con un hombre. Sabía que él no era para mí, sabía que no era lo ‘correcto’ para mi vida. También sabía que no podía contar con él cuando tenía algún problema. Era triste, pero ya me había acostumbrado y, de cierta forma, había aceptado el acuerdo implícito de una relación libre y sin compromisos de ningún tipo. Entiéndanse llamados telefónicos, comidas familiares, celebrar los aniversarios o hacer una invitación de vez en cuando a cualquier lugar. Nuestro único compromiso era el sexo. El encuentro de nuestros cuerpos, de nuestra carne. El hacernos sentir plenos, deseados, inevitablemente atractivos. Por supuesto que no era lo que esperaba a los 28 años de edad, pero esa manera de excitarnos no era fácil de abandonar o renunciar.
Nuestros encuentros eran fugaces. Pero disponían del tiempo necesario para que pudiéramos saciar nuestra sed de sensaciones que sólo el sexo y la masturbación mutua pueden ofrecer. ¿Pero hasta cuándo podríamos seguir así? Yo te juro que me podría haber enamorado perdidamente de él si tan sólo me hubiera tomado en brazo un día y me hubiera dicho ‘te amo’. No entendía lo que me sucedía. Reconozco que con él me reía como con nadie, me hubiera preocupado si le pasaba un tren por encima y cuando estaba con él, mirarlo detenidamente y prestarle atención cuando me contaba algo, no me molestaba. Pero introducirlo a mi mundo –familiar, laboral y de amistades- era algo que definitivamente no estaba en mis planes y nunca lo estuvo.
Cuando me desperté el viernes, prendí el televisor. Estaban dando el horóscopo en el matinal del canal siete. Casualmente, estaban hablando cómo sería el fin de semana de mi signo. “Escorpión está pasando por un momento de mucha pasión, una pasión desenfrenada. Pero ojo, no es amor. Así que no se le ocurra comprometerse, podría ser algo fatídico. Aproveche esos momentos fogosos, lo que no es malo siempre y cuando se tengan claras las reglas del juego”. Quedé pasmada. Retuve la respiración por unos segundos y ni siquiera pestañeé. ¿Fue una coincidencia que justo estuviera la brujita dando el horóscopo y además el mío? O, ¿era algo que tenía que escuchar de alguien desconocido? Yo lo sabía. Tenía total conciencia de que mi situación era esa. Pero me llegó a dar vergüenza, incluso me sentí intimidada, casi observada con los augurios y afirmaciones de aquella vaticinadora del canal de televisión.
Me volví adicta a las cosas relacionadas con la magia o hechicería –acaso barata-. Una mañana decidí comprar muchas revistas para tener distintas versiones de horóscopos. Me leí el tarot en Providencia y también lo consulté por teléfono. Una amiga me habló de las Flores de Bach que sirven para limpiar el aura y otra me dijo que su hermana ofrecía sesiones de reiki en su casa. Poco entendía de estas rutinas, pero estaba desesperando.
Dos veces me pidió que formalizáramos, y para ser sincera era algo que había esperado de hace mucho tiempo, pero a esas alturas ya no estaba segura de querer hacerlo. ¿Qué certeza me ofrecía aquel hombre? Nunca fuimos al teatro ni a una matinée. Nunca compartimos una once con las familias del otro. Tampoco celebramos un aniversario –acaso sabíamos la fecha-. Nunca nos hicimos un regalo, y sólo una vez fuimos almorzar juntos a un restorán de Ahumada, donde vendían completos rebalsados de chucrut, lo que más tarde hizo que pasáramos largas horas en el baño. Lo único que compartíamos era una atracción y conexión sexual que ni el tiempo, ni el lugar, ni las absurdas peleas, eran impedimento para hacer realidad las fantasías de todos los días.
El encuentro matutino en el ascensor, antes de entrar a nuestra asfixiante oficina, era el comienzo para las secreciones de nuestras partes erógenas. Bastaban sólo miradas, susurros al oído o pronunciar a distancia cosas obscenas con los labios para despertar la libido que empezaba a correr por nuestras venas. Para ser honesta, ni siquiera lo encontraba atractivo físicamente. Pero algo tenía aquel hombre que me provocaba todo y de todo y despertaba en mí lo que nunca otro había logrado. A mis 28 años, él hizo realidad todas mis fantasías y deseos más prohibidos.